Y así se corre por los claros del bosque análogamente a como se discurre
por las aulas, de aula en aula, con
avivada atención que por instantes decae —cierto es— y aun desfallece,
abriéndose así un claro en la continuidad del pensamiento que se escucha: la
palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un pensamiento que partió. Y
queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa cuando más se
esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible ir
hacia atrás. Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del
vivir mismo, del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso
de todo sentir y apercibirse, y aun más de toda acción. Y del tiempo mismo que
transcurre a saltos, dejando huecos de atemporalidad en oleadas que se
extinguen, en instantes como centellas de un incendio lejano. Y de lo que llega
falta lo que iba a llegar, y de eso que llegó, lo que sin poderlo evitar se
pierde. Y lo que apenas entrevisto o presentido va a esconderse sin que se sepa
dónde, ni si alguna vez volverá; ese surco apenas abierto en el aire, ese
temblor de algunas hojas, la flecha inapercibida que deja, sin embargo, la
huella de su verdad en la herida que abre, la sombra del animal que huye,
ciervo quizá también él herido, la llaga que de todo ello queda en el claro del
bosque. Y el silencio.
María Zambrano
(1977). Claros del bosque
Fuente: Claros del bosque
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